Ahora que veo mi mano sobre tu mano, recuerdo lo jóvenes que fuimos y el tiempo que ha pasado dejando sus huellas indelebles sobre mi piel. Cada vez anhelo más momentos de paz como este, donde mi cuerpo exhausto anide junto al tuyo la vista de un nuevo amanecer. Ya mis cabellos blanquecinos delatan la nieve de los años vividos. En la quietud de este momento cuando tú yaces dormida, confieso un defecto. Desde aquel momento en que te conocí, el miedo ya había reclamado mi nombre haciendo tierra fértil de él para la semilla de los celos. Hoy mientras sostengo tu mano inmutable al paso de los años como la sonrisa en tus labios, miro esos días y saboreo aquel olvidado sabor.

Fueron días difíciles, en donde los segundos se hacían gigantes sin saber de ti, donde las llamadas se hacían esquivas y los sonidos mudos a mis oídos. Tus grandes ojos me sonríen mientras sueñas, y en aquel entonces mis sueños se eran frágiles al querer verte y descubrir despierto que no estabas ahí. Y no pensaba en la fila de galanes que asediaban tu puerta, como en aquellos años se solía hacer: una mano de frente dispuesta a coger otra mas tersa presta de asistencia, mientras la otra mano permanecía escondida con la fragancia de flores dispuestas a sorprender. Quizás no eran ellos los que afloraban en mis pensamientos, sino aquellos que gozaban de estar contigo, aquellos que sin saberlo gozaban de un tesoro ajeno a mis manos, en esos días, fuertes manos.

Mientras amanece el día y tú duermes, te cuento ese secreto, el de aquellos días lejanos de juventud. El secreto que para ti nunca fue secreto pues leías en mi ojos la verdad de mi sentir.