Son las tres de la mañana y el vertiginoso avance del día se ha detenido para una reflexión: estoy solo… o sea, solo físicamente no en el sentido profundo. Solo, solo frente al computador, en una casa momentáneamente vacía y mi mente sin embargo está afuera, divagando, lejana, ida. La televisión repite las mismas ideas masculladas de la semana, y el tipo de las entrevistas ya es solo un ruido general. Reacciono a mis cavilaciones y sin pensarlo veo que mi mano ha comenzado a discar un número en la lista de mi celular, el mismo que he marcado las últimas dos semanas como si no tuviese otra alternativa. Es un acto reflejo de conexión, saber que puedo estar con ella a pesar de todo y la distancia. Suavemente se desliza el móvil y mis manos sudorosas se hacen latentes como lo han hecho siempre ante la expectación, como en las citas románticas, como la primera vez que escuche su voz. Pero nada es comparado a la repentina sequedad de la garganta que cual torrente va ganando terreno dentro de mi. No logro discernir si es lo lejano de la conexión o mi maldita impaciencia pero pareciesen largos minutos en un mundo inmóvil. Pasos en la calle me distraen levemente, no puede ser ella, es imposible pero no se, algo me sacude. Por fin la llamada logra entrar y lentamente escucho el tono; soy un niño llamado a otro mundo, cruzando frontera como en una nave espacial. Un tono, solo un tono y ya. Sabrá que soy yo quien la busca en medio de una noche que acaba, yo quien la llama a pesar de la distancia ignominiosa… yo. Pero nerviosismos absurdos se apoderan de mí, y mis dedos se escurren por las teclas que a mis ojos solo son manchones de luz. Y mi agitada respiración me sacude por segunda vez, y como ahogado por mi propia saliva que ha vuelto a surgir, veo que ya he cortado... sin darme tiempo a atrapar su voz, o tal vez antes de enredarme en la ilusión de sentir su aliento...